jueves, 30 de abril de 2020

Día 50 de cuarentena: Cuando se convierte en rutina

Cuando todo esto empezó, sentía que estaba viviendo en un reality show. Que en cualquier momento alguien me iba a señalar la cámara escondida y me iba a decir que todo era una prueba para ver como la humanidad reaccionaba ante una pandemia mundial. Al principio de todo, en los momentos entre clases virtuales y juegos de mesa, miraba mi vida, la vida de los demás, y me parecía increíble, surrealista, que hubiese cambiado tanto en tan solo unas semanas.

Odiaba la incertidumbre, el no saber qué iba a pasar. Odiaba echar de menos. Solo poder ver a personas a las que necesitaba abrazar a través de una pantalla. Tenía, como supongo que teníamos todos, un poco de miedo, un poco de nervios, un poco de todo. En realidad, tenía tantos sentimientos que me costaba identificarlos por separado. Tristeza por estarme perdiendo los viajes y las fiestas, nerviosismo por la situación y la universidad, pena por los que lo estaban pasando mal, rabia por cómo se estaban gestionando algunas cosas, impotencia ante la imposibilidad de hacer algo. 

Y en medio de todo eso, un poquito de ilusión también. No tanto ilusión porque estuviera pasando, sino por estarlo viviendo. Porque, como decíamos al principio, cuando se suspendieron las clases en Madrid y pensábamos que a los dos semanas estaríamos de vuelta, "estábamos viviendo algo histórico".

Fue en parte por eso por lo que decidí retomar el blog. Porque quería plasmar ese "algo histórico" de alguna manera. Contar mi experiencia a lo diario de Ana Frank, sin el componente trágico. Pero llega un momento en el que hasta las cosas históricas, las que nunca nadie pensó que pudieran pasar, las que parecen salidas de un programa de televisión, dejan de ser especiales. Le pasó a Ana Frank y nos ha pasado a nosotros.

Cincuenta días después, no me parece raro no salir a la calle, no tener planes los fines de semana más que limpiar la casa los domingos. Las cifras de muertos y contagiados se han convertido en un número ante el que nos sentimos casi indiferentes. Ya me sé todas las canciones que mi vecina pone a las siete, tanto las que me gustan como las que no. Antes me conectaba con tiempo a las clases virtuales, preparaba a mi alrededor todo lo que a lo mejor necesitaba, para no tener que levantarme de la silla y no perderme nada. Ahora enciendo el ordenador corriendo medio minuto antes, me olvido la mitad del material en el piso de arriba, y tengo que hacer un par de viajes por la escalera cada mañana. Ha llegado un punto en el que me parece normal quedar a través de la pantalla con mis amigos, hacer deporte en la terraza o en el garaje. Ya no es especial ir a tirar la basura, ni me sorprendo cuando alargan el confinamiento 15 días más. Me he acostumbrado ya a las mismas tres camisetas. A ponérmelas, lavarlas, y volvérmelas a poner. A no preocuparme por mis pelos de loca (tampoco lo hacía mucho antes) ni por mis outfits no conjuntados. Me gustaría decir que también me he acostumbrado a las mascarillas, pero lo cierto es que me siguen pareciendo igual de incómodas que la primera vez. 

Pero menos eso, el resto de mi vida ha dejado de ser nuevo, diferente o surrealista. Los lunes son iguales que los jueves, cada domingo es idéntico que el anterior, y lo único que cambia es que el calendario de la nevera marca cada mañana un día más de cuarentena. Y en qué momento, estar encerrados en casa, se ha convertido en rutina.

A partir de pasado mañana se supone que podemos salir. Correr, pasear. Todos nosotros, y no solo los afortunados con perro o hijos pequeños. Un cambio en la rutina, en repetir lo mismo que llevamos repitiendo los últimos cincuenta días. Y parece que, poco a poco, iremos recuperando nuestra vida pasada. Los paseos por la avenida, las terrazas, las quedadas. Poco a poco, volveremos a otra rutina. A la de antes. La que, aunque no lo sabíamos, nos hacía felices.

sábado, 11 de abril de 2020

Día 31 de cuarentena: Gran Vía vacía

Dicen que los atardeceres de Madrid son tan bonitos por la contaminación. No sé si será verdad, o una de esas cosas que se repiten tanto que te acabas creyendo que lo son. Pero, si lo es, los atardeceres de está cuarentena tienen que estar siendo cada vez menos impresionantes. Cada vez menos gente se estará asomando a sus balcones para apreciarlos.

Hoy salí a comprar el pan para mis abuelos por primera vez desde que empezó la cuarentena. El camino hasta la panadería lo hice por unas calles vacías y silenciosas. Esas calles, que antes rebosaban de vida, ahora han dejado de hacerlo. Por esas calles hace no tanto correteaban niños, pasaban coches y guaguas, caminaban hombres y mujeres, algunos con más prisa que otros. Calles que antes estaban llenas de tiendas abiertas y bares a rebosar, ahora no son más que asfalto desierto salpicado de personas con mascarilla o perro. Cuando hoy me salté el semáforo y crucé, dio exactamente igual, porque no había ni un solo coche que pudiese atropellarme.

Es sobrecogedor pensar que todas las calles alrededor del planeta están igual. Vacías, muertas. Que Gran Vía ya no está concurrida, que ya no hay coches rodeando el Arco del Triunfo. Los anuncios de Times Square se proyectan para personas que ya no están ahí. No hay problemas de tráfico en Delhi o en Atenas, ni góndolas paseando por los canales de Venecia. El agua de las playas borró las huellas que se dejaron en la arena, y nadie volvió a caminar sobre ella para dejar unas nuevas. De la noche a la mañana, las personas desaparecieron del mundo. Se cerraron puertas, ventanas y, de repente, ya no quedó nadie.

Pero con las personas desaparecieron también los aviones que atravesaban las nubes, los coches que escupían humo al aire. Las fábricas dejaron de generar basura, los turistas de ensuciar las playas. Y mientras nosotros estábamos en casa tirándonos de los pelos, el mundo vacío empezó a recuperarse.

Los animales tomaron los territorios que antes eran suyos. Los cisnes de Venecia resultaron ser mentira, pero en el fondo de las aguas se distinguen ahora unos pececillos un poco feos de los que antes se desconocía su existencia. Peces que, algunos dicen, a veces están incluso acompañados de delfines. Hay osos caminando por la carretera, ciervos por la arena, pavos reales en los pasos de peatones de la capital.

Y sé que todo eso se perderá en el momento en el que nos dejen volver a abrir puertas y ventanas. Desde que nos dejen salir, lo haremos. El mundo volverá a ponerse en marcha de nuevo, y nosotros volveremos a poblarlo, a infectar sus calles. Gran Vía se llenará de gente, los turistas se pelearán por tirar monedas a la Fontana di Trevi. Habrá colas delante de la Torre Eiffel y del Big Ben. Los bares se llenarán de gritos, las discotecas de música. Y, con nuestro regreso, los cielos se volverán a cubrir de humo y las playas de plásticos. Se dejarán de ver los peces de Venecia. 

Sí, cuando volvamos, todo volverá a ser como antes. El mundo volverá a estar lleno de vida, de gente, y de suciedad. No puedo esperar a caminar por calles concurridas y ruidosas al lado de miles de desconocidos. A viajar en avión, a coger la guagua. Pero tampoco me importaría que, la próxima vez que me siente en la terraza a la hora de la merienda, el atardecer madrileño sea un poco menos brillante, un poco menos naranja. Un poco menos contaminado.
                                                                                                                  
                                                                                                                                               foto por Nick Tsinonis, Unsplash

miércoles, 8 de abril de 2020

Día 28 de cuarentena: Batas blancas

El lunes pasado hizo justo un año desde que decidí que iba a estudiar Medicina. Ya había estado rumiando la idea un tiempo, pero fue exactamente el 30 de marzo de 2019 cuando lo confirmé: si conseguía la nota, iba a estudiar Medicina. No tenía claro que fuera a ser la carrera de mi vida, no era desde luego mi vocación. Pero aquel sábado me di cuenta de que no quería no llegar a descubrirlo nunca. Aquel sábado decidí que, de entre todas las opciones, Medicina era la que más papeletas tenía para hacerme feliz.

Antes de empezar segundo de Bachillerato nunca me lo había planteado. Nunca jamás se me había pasado por la cabeza. Yo iba a estudiar Psicología. Y no porque fuese algo que hubiese deseado siempre, sino porque me parecía una carrera interesante, que podría gustarme, servirme en el futuro.

Habría estudiado Psicología, si no fuese por una clase de Biología en la que probablemente debería haber estado prestando más atención. Una compañera de clase que después se convirtió en mi amiga me preguntó que qué quería estudiar. Le dije que no lo sabía, porque aunque Psicología era la primera opción, no se sentía como la definitiva. Ella me contestó que yo parecía la típica que había querido ser médico toda la vida. Ese día de octubre me pregunté: ¿y por qué no? "Porque te da miedo la sangre.", contestó mi cerebro. Pero aquel miedo sin sentido no parecía ser una razón lo suficientemente buena para eliminar de la lista una carrera que podría ser mi carrera. Aquel miedo irracional, a vista de toda una vida haciendo algo que me gustase, parecía una cosa superable.

Lo planteé en la mesa de la cocina como quien no quiere la cosa, y lo hablamos largo y tendido muchas veces a lo largo de los meses. Antes de llegar a ese 30 de marzo, pasé por muchas fases. Por pensar que seis años eran demasiados (y los diez u once que son en realidad ya ni te cuento), por considerar que Enfermería podría gustarme más (por llegar a decidirme por Enfermería, de hecho). Por preguntarme a mí misma que si estaba loca cuando veía heridas en la tele y apartaba la vista sin poder evitarlo. Por empezar a esforzarme en no hacerlo, por intentar acostumbrarme a la sangre falsa de las películas. Por hablar con médicos y enfermeros. Por pensar mucho. Por leerme todas las carreras de España en ratos muertos entre clase y clase y durante ellas, tratando de buscar una opción mejor, aunque la mirada siempre se me acabase yendo a Medicina. Por tener miedo, porque todo el mundo dice que es una carrera vocacional. Y a mí me interesaba, pero no era mi vocación, no era mi único deseo, mi razón de vivir. Era una carrera, sin más. Otra opción. 

Ese 30 de marzo me decidí, entre otras razones, porque una chica rubia de tercero de Medicina me habló con pasión de la carrera. Me dijo una frase que no olvidaré nunca: la vocación se gana. Y lo dijo con tanta vehemencia y convicción que no pude evitar creerla.

Durante el primer mes de curso, pensé que me había equivocado. Iba a clase y no me enteraba de nada. Llegaba a casa, intentaba leer los apuntes con tranquilidad, y me enteraba de todavía menos. Y después veía a todo el mundo súper emocionado por haberle quitado grasa a un cadáver y yo echaba de menos esa supuesta vocación que sentía que debería tener. Porque me parecía interesante ver el cuerpo humano por dentro, pero no me habría quedado allí toda la tarde diseccionando un brazo sin notar el tiempo pasar. Yo, a las tres horas de oler a muerto, ya tenía ganas de que fuera la hora de comer.

No sé en que momento me enamoré de la carrera. Miento, en realidad sí lo sé. Fue mientras estudiaba la articulación del hombro. Un jueves cualquiera en clase de Anatomía a las ocho de la mañana, quedándome medio dormida mientras escuchaba a RV hablar de meniscos y ligamentos, e intentaba tomar unos apuntes medianamente decentes. Ahí, rodeada de personas que también se estaban quedando dormidas, sonreí y pensé: "Me encanta lo que estoy haciendo.".

Pero creo que ha sido durante estas últimas semanas cuando he encontrado esa vocación de la que tanto hablan. Me sorprendió lo que sentí en el momento en el que me dijeron que estaban contratando a gente de sexto para afrontar la situación que se nos viene encima. Envidia. Ganas de ser yo. No quiero estar en casa. Quiero estar caminando en bata blanca por los pasillos del hospital. Hablar con los familiares, atender a los pacientes. Quiero ser de las personas a las que van dirigidas los aplausos de las ocho. Y no por los aplausos, aunque a todo el mundo le gusta que le aplaudan, sino por todo lo que estaríamos consiguiendo. Por ser parte de ello.

La chica rubia de Alcalá de Henares tenía razón. La vocación se gana. Y creo que yo ya lo he hecho. Al parecer solo necesitaba una pandemia global para conseguirlo.

domingo, 29 de marzo de 2020

Manta doblada y dos almohadas

Esta cuarentena me ha permitido tener tiempo para sentarme en mi mesa a la una de la mañana y rebuscar entre todas las hojas en sucio que tenía apiladas en una esquina del escritorio. Hojas que nunca miro con historias escritas de cualquier manera, sin respetar márgenes ni líneas rectas, con letra un poco difícil de descifrar. 

Entre todas esos papeles encontré esta, a lápiz en un folio medio arrugado. Me acuerdo perfectamente de la noche en la que la escribí. Y este me parece el momento perfecto para compartirla.


"Venir a casa de mis abuelos es como volver a ser niña otra vez. Es como dejar de tener preocupaciones unos días. Es tener la barriga siempre llena y dormir muchas horas. Es sentirte arropada por un cariño incondicional. 

Lo noto en la manera en la que mi abuela me hace la cama. Con una manta que sé que colocó con cuidado debajo de la colcha para que no me diera frío. Dos almohadas. Mi abuela sabe que, aunque solo use una, me gusta tener la otra al lado cuando duermo. La manta de la siesta que dejé tirada de cualquier forma ahora doblada cuidadosamente a los pies del colchón.

Cuando vengo a pasar la noche aquí, mi abuela pone la radio tan baja que no la oye, para que yo pueda dormir tranquilamente. Mi abuelo se levanta temprano, y nos corta jamón para hacernos un bocadillo de antes de la guerra, como dice él. Un bocadillo que tendremos preparado cuando nos levantemos y entremos en la cocina con cara de sueño y pelos de locas, y ellos nos sonrían y nos den un beso de buenos días.

Mis abuelos nos demuestran todo lo que nos quieren con detalles que se notan solo si te fijas. Nos lo demuestran en una cama hecha con cariño, en un silencio tranquilo por la noche. En una mirada de mi abuelo antes de marcharse por la mañana, cuando nosotras todavía seguimos durmiendo. En un cierre cuidadoso de la puerta para que no nos despertemos con las voces. En el plato de montaditos para el desayuno preparado en la encimera de la cocina.

Cuando me marcho de casa de mis abuelos, me voy un poquito más gorda, y mucho más feliz, llena de comida rica, mimos, y cariño."

Escrito por la noche, mientras mi abuela lee en la habitación de al lado, sobre las sábanas que colocó cuidadosamente cuando supo que veníamos.

miércoles, 25 de marzo de 2020

Día 14 de cuarentena: Echar de menos

Echo de menos las tardes por Gran Vía. Dar un paseo con la melodía de los que cantan por las calles como banda sonora, mirar los escaparates, entrar y no comprar. O sí hacerlo. Echo de menos ir en el metro con los cascos puestos. Las tardes en el Parque del Oeste. Caminar por El Retiro. Ver a las familias que salen a respirar aire un poco más puro, a los magos que caminan sobre cristales para ganar unas monedas, a las parejas que pasean con las manos entrelazadas. Los rayos de sol reflejándose en las paredes del Palacio de Cristal.

Echo de menos tomar el sol en la terraza, después de comer y antes de ponernos a estudiar. Salir a correr por Madrid Río y llegar al colegio mayor satisfechas y sudadas. Echo de menos ir a clase, los descansos entre asignaturas, los paseos al baño. Echo de menos hacer planes para el fin de semana o para el día después del examen. Echo de menos las fiestas, las discotecas, arreglarnos juntos, bailar hasta que se vuelve a hacer de día. Echo de menos los atardeceres de Madrid. El cielo que se va tiñendo de colores mientras nosotros reímos en la azotea.

Echo de menos a mis abuelos. Los almuerzos en su casa y los ratos en el coche. Que mi abuelo nos toque el timbre por la mañana con un plato de jamón serrano y nos dé los buenos días. Echo de menos el mar, el campo. Echo de menos ir a desayunar con mis amigas para ponernos al día. La playa, estar tumbadas al sol durante horas. Echo de menos quedar para cenar o para dar un paseo por Triana, o para ir a cualquier sitio, en realidad. La mayoría de las veces, con vernos es suficiente.

Echo de menos mi rutina. El levantarme temprano y maldecir el tener que hacerlo. Encontrarme con los que desayunan a la misma hora que yo y reírnos con sueño. El paseo a la facultad mientras el cielo va perdiendo el color naranja, los pájaros se despiertan y las farolas se apagan. Echo de menos suspirar después de una clase complicada. Mirarnos entre nosotros y reírnos por no llorar. Ver en las caras de los que nos rodean que no somos los únicos que no se han enterado de nada, y sentirnos un poco aliviados por ello. Ahora tenemos que consolarnos entre nosotros por el grupo de clase, y no es lo mismo.

Echo de menos morirnos de hambre en la última hora de prácticas. Mirar el reloj cada cinco minutos. Comprobar el menú del colegio para alegrarnos cuando hay macarrones y decepcionarnos el resto de las veces. Y echar a correr entre los cerezos en flor de la Facultad de Medicina para no perder el U. Las siestas de veinte minutos. Las meriendas que pretenden ser del mismo tiempo, pero que siempre se acaban alargando, porque nunca se acaban las cosas que queremos compartir. Echo de menos antebar, unos encima de otros en los sillones, riéndonos por todo. Echo de menos proponerme llegar pronto a la cama y no conseguirlo nunca. Pero seguir intentándolo.

Pero, más que nada, echo de menos a las personas con las que compartía todos esos momentos. La razón de que las meriendas se alargaran, de no llegar nunca pronto a la cama. Las bromas, las risas, la música. Los abrazos de buenas noches, o los abrazos porque sí. Porque has tenido un día largo y te apetece. Los gritos de suerte antes del examen. Echo de menos a los amigos que iba a ver nada más llegar a Gran Canaria. Las horas que pasábamos sin parar de contarnos cosas, sin aburrirnos. Nunca suficientes.

Echo de menos todas esas cosas simples, a las que antes no les daba importancia, y que ahora daría lo que fuera por vivirlas de nuevo. Y ojalá quede poco hasta que pueda volver a hacerlo.








jueves, 19 de marzo de 2020

Día 8 de cuarentena: A grito pelado en la terraza

Llevo viviendo siete meses en Madrid. En todo ese tiempo, he hecho videollamada con mis mejores amigas una vez. Dos como mucho. Hablamos, sí, pero de vez en cuando y a ratos. Siempre con prisas. Nos contamos las cosas importantes, nos deseamos suerte para los exámenes, pero no nos pegamos una tarde entera hablando por teléfono, riéndonos de chorradas. Es difícil coincidir. Nunca hay tiempo.

En esta cuarentena, que ha durado apenas ocho días (parecen más, lo sé), ya nos hemos llamado, y hemos escrito más por el grupo de whatsapp que en todo el último mes.

Con los de Madrid me pasé todo el domingo al teléfono, con personas diferentes a ratos. Y el martes, antes de ver una peli con mi familia, me uní a la videollamada de mi grupo brevemente. Solo porque echaba de menos sus caras, y porque me apetecía darles las buenas noches. Con mis abuelos hablamos todos los días. Hoy, por el día del padre, hemos comido juntos. Ellos desde su mesa y nosotros desde la nuestra. El FaceTime, que hace maravillas. 

Hemos llamado a amigos de mis padres que me preguntaron que qué tal me iba la carrera, porque desde que empezó el curso no habíamos podido hablar. El estar todos confinados en casa sin mucho que hacer nos ha dado la excusa perfecta para retomar el contacto. Estos días he tenido conversaciones por whatsapp con gente de la que no sabía nada desde hace meses. Y lo bien que ha sentado.

Cuando pienso en todo eso, se me llena el corazón de ilusión. Porque estamos viviendo un momento en el que se nos ha pedido que nos aislemos de la sociedad, del resto del mundo, y nosotros hemos decidido aprovecharlo para encontrar otras maneras de seguir conectados. 

Ya no podemos irnos de discoteca, pero en los balcones de Italia pusieron música a tope y bailaron todos juntos como si no hubiera un mañana (a mi urbanización todavía no ha llegado semejante nivel de fantasía). Ya no se puede ir a los gimnasios, ni a hacer deporte juntos, pero en un edificio aleatorio un profesor dio una clase de pilates en el patio y todos los inquilinos la repitieron desde sus terrazas. En la calle de una amiga jugaron al Veo, veo. En la de otra, se pegaron media hora cantando Hola, don Pepito. Los vecinos, esos extraños al lado de los que hemos vivido todos estos años, se están convirtiendo en conocidos, en amigos, en compañeros de cuarentena.

Y, cada día, a las siete en Canarias, salimos a los balcones, terrazas y ventanas a aplaudir a los sanitarios. A gritar, tocar las trompetas, hacer ruido. En El Hierro, a su manera; a tocar pitos, chácaras y tambores, para oírse unos a otros desde las casas dispersas. Una forma de dar las gracias, pero también una forma de unirnos, de saber que no estamos solos en esto. Cada día a las siete cantamos Resistiré en nuestras terrazas. Porque resistiremos. Todos juntos, claro que lo haremos.

Mi profesora de Genética empezó la videoconferencia de hoy diciéndonos que, cada clase, comenzaríamos la sesión con dos personas dando un mensaje positivo. Rosa, aquí te dejo mi mensaje de hoy: me encanta que este momento en el que se nos ha obligado a pararnos, lo hayamos aprovechado para reencontrarnos con todos aquellos a los que teníamos olvidados, y para conocer y unirnos a esos en los que nunca nos habíamos fijado.

Y qué bonito es que, este aislamiento, más que alejarnos, nos esté acercando.

                                                                                  foto por Daniel Tafjord, Unsplash

martes, 17 de marzo de 2020

Día 6 de cuarentena: Una semana y un día

Pues creo que mis padres tienen razón, y que estos quince días en los que no podemos salir de casa, que probablemente acaben siendo más de quince días, son el momento perfecto para darle un poco de vida a mi pobre blog abandonado. Este diario de cuarentena que voy a empezar será, además de una forma de entretenimiento, una manera de recopilar esta simulación en la que se ha convertido nuestra vida. Cuando este momento pase a los libros de historia (porque pasará a los libros de historia), esto será como una especie de Diario de Ana Frank menos duro, peor escrito, y con menos éxito.

Pongámonos en situación: hace una semana y un día yo estaba en Madrid. Un lunes como otro cualquiera. Tuve un examen, que, para mi sorpresa, me salió mejor de lo esperado. Después decidí concederme todo el día para mí, y dedicarme a hacer esas cosas que no se pueden hacer cuando se está estudiando para un examen. Así que fui a tomar algo con la gente de clase antes de comer. Estuve haciendo un trabajo de clase en la terraza con una amiga, en pantalones cortos para ponernos morenas, porque hacía un día precioso y un sol de esos que calientan de verdad, casi como en verano. Por la tarde fuimos a dar una vuelta por Malasaña: nos metimos en una librería, vimos el escenario en Callao del concierto de Morat que acababa de terminar, y probamos unos gofres estupendos, maravillosos y un poco caros de Chueca.

Hace una semana y un día, yo estaba viviendo un lunes sin más. Un día cualquiera. Tenía mis planes futuros: el martes empezaría a estudiar para el examen de Embriología, el fin de semana me iría a Granada con el colegio mayor, la semana siguiente seguiría estudiando, el jueves haría el examen, descansaría por la tarde, y el viernes comenzaría a estudiar para el siguiente. Todo como siempre. Igual que los anteriores seis meses e igual que los próximos tres.

Fue en una tienda aleatoria de segunda mano de Malasaña donde empezó la locura. Cuando encendimos el móvil, teníamos cinco mil mensajes del grupo de Medicina. Se suspendían las clases en Madrid hasta el 26 de marzo. Nos llamaron nuestros padres, casi como en sincronización. Mi madre me dijo que ya me había sacado un billete para el miércoles. Mi contestación: "Pero mamá, si yo el fin de semana me voy a Granada". Qué ingenua.

Después de eso, la situación de surrealismo solo aumentó. En el colegio mayor nos reunieron esa noche por plantas para informarnos de que, por el momento, el colegio seguiría abierto, aunque todos éramos libres de irnos a casa si así lo deseábamos. Evidentemente se suspendía el viaje a Granada. 

En un primer momento casi todos teníamos la intención de quedarnos, por esto de no llevar el virus a casa. En nuestra mente, nos esperaban dos semanas de fiesta y diversión en el colegio mayor. La gente se fue a por provisiones de cerveza, que no papel higiénico, y los 15 días que nos quedaban por delante prometían.

Pocos padres estaban de acuerdo. Poco a poco, el colegio se fue vaciando. En el comedor pusieron turnos para comer, y nos sentábamos en zig zag, para que si estornudábamos no se nos cayera encima el coronavirus del de enfrente. En aquellos momentos, yo todavía seguía esperando a que alguien señalara la cámara escondida y nos dijera que todo era un experimento social a lo El show de Truman, y que ya podíamos volver a la normalidad.

La vuelta a casa fue tranquila. En el aeropuerto casi vacío todo parecía normal. Solo se veían pequeños grupitos de gente con mascarilla aquí y allá. De vez en cuando se oía la palabra coronavirus en el ambiente. Poco más.

Yo llegué a Gran Canaria con la ilusión de ir mucho a la playa y volver como si hubiera pasado un verano exprés: morena y sin ojeras. Con la intención de ver a mis amigos en sus ratos libres, porque ellos seguían teniendo clase. De hacer caminatas con mi familia, ir a comer con mis abuelos una vez estuviera segura de que no había contraído el virus.

Pero el miércoles llegué de Madrid, me metí en mi casa, y no he vuelto a salir desde entonces. Al principio porque mis padres me dijeron de esperar unos días para asegurarnos de que no estaba contagiada. Ahora, a esta razón se le suma también el estado de alarma, que no te deja salir a no ser que sea para ir sacar al perro, ir a comprar comida o ir a hacerte unas mechas a la peluquería. Todavía no han pasado mis 15 días de cuarentena y, tampoco tenemos perro, así que aquí sigo.

Estos días he dormido bastante. Creo que la parte de "no ojeras" sí voy a conseguirla. También he aprovechado para hacer cosas que llevaba mucho tiempo diciendo que haría (como escribir en el blog, jeje). Hemos jugado a juegos de mesa, dado clases de salsa y bachata en el salón, visto películas y capítulos de Friends, y hecho videollamada con personas varias. 

La parte de dar las asignaturas de manera no presencial está resultando toda una aventura. Hoy he tenido mi primera clase por videoconferencia y ha sido, cuanto menos, una experiencia divertida. El momento en el que los hijos de mi profesora han empezado a chillar y pelearse por detrás, y ella se ha dado la vuelta para decirles que se callaran porque les estaban oyendo 80 personas ha sido, sin lugar a dudas, la mejor parte de mi día.

Nadie diría que ese lunes cualquiera que pasamos en la calle, entre personas que no eran nuestra familia directa, con un tema de conversación diferente al del coronavirus, fue hace tan solo una semana y un día. En qué momento se ha convertido nuestra vida en semejante simulación.

Me despido con una foto de la lasaña que hicimos mi padre y yo el otro día, para hacerles la cuarentena un poco más amena. Nos vemos pronto.